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martes, 31 de julio de 2012

Carta eleusina No. 17



Iván Rodrigo García Palacios
Carta eleusina No. 17


Ariadna y Dionisios, recolección de las uvas y celebración de la resurrección de la vida.


"Iniciados en apariciones compactas y simples y sin temblor y bienaventuradas, admitidos en la contemplación de un fulgor sin mácula" (Parménides).


Apreciado Lucilio, "te saludo"
Desde que comencé a escribir estas cartas, espero me consientas la insistencia, tenía claro que el principal asunto del que tratarían era el de “la mística”, pero de “la mística” entendida como esa “experiencia de conocimiento” que se alcanzaba en las festividades y celebraciones eleusinas y no ese amasijo de fusiones, confusiones y tergiversaciones, en las que luego las religiones judeo-cristianas la convirtieron para imponer su dominación religiosa e ideológica sobre esa dualidad imposible que se inventaron del cuerpo y el alma, la vida y la muerte, de su súbditos; si, súbditos, porque de Homo-Humanos únicos e indivisibles y libres, plenos del “aliento vital” que "Desean la generación y la procreación en lo bello" (Platón, Banquete, 206 e), tal y como se consideraban a sí mismos los más antiguos de los antiguos griegos, esas religiones y poderes les impusieron un modelo de humanidad escindida, la del “aquí y ahora” y la del “más allá”, la que todavía hoy y a pesar de todo, aliena y enajena el único e indivisible sentido de ser humanos, la “pertenencia a la tierra” de Spinoza, Nietzsche y de los más sabios entre los sabios.
Ya te hablaré más de ello, por el momento te quiero contar que esos griegos llamaron “místicos” sólo a aquellos que eran “iniciados” para participar en las ceremonias de los misterios mayores en las festividades eleusinas, misterios de los que estaba prohibido hablar a costa de la vida. Creo que esa prohibición se justificaba, no porque allí se guardara un secreto de vida o muerte, sino y por un propósito más simple: evitar las habladurías y, con ellas, las fusiones, confusiones y tergiversaciones, porque lo que allí cada “iniciado y místico” vivía era una “experiencia única e íntima de conocimiento”, una experiencia que se manifestaba como “entusiasmo”, personal e intransferible a otros, la que afectaba a su “aliento vital” y a su expresión como individuo y como miembro de la comunidad. Por ello era una “experiencia religiosa”: un individuo cuya única trascendencia era estar re-ligado con su comunidad real y concreta. Ese era todo el misterio.
El entusiasmo al que me refiero es la sensación placentera de plena satisfacción anímica y plenitud vital que se experimenta al momento de emprender y estar realizando una acción o actividad física o mental que provoca placer a pesar del esfuerzo y que produce un estado de alegría y regocijo al momento de alcanzar el resultado esperado o que impulsa a continuar hasta lograrlo. Es una experiencia festiva y regocijada, eufórica y frenética, que se puede provocar a voluntad o bien por medios artificiales externos o bien, pero mucho mejor y más saludable, de manera natural.
El mayor de los entusiasmos es aquel del que habla Sócrates en Platón, Fedro, 249, b-e:
Porque nunca el alma que no haya visto la verdad puede tomar figura humana. Conviene que, en efecto, el hombre se dé cuenta de lo que le dicen las ideas 65, yendo de muchas sensaciones a aquello que se concentra en el pensamiento. Esto es, por cierto, la reminiscencia de lo que vio, en otro tiempo, nuestra alma, cuando iba de camino con la divinidad, mirando desde lo alto a lo que ahora decimos que es, y alzando la cabeza a lo que es en realidad 66. Por eso, es justo que sólo la mente del filósofo sea alada, ya que, en su memoria y en la medida de lo posible, se encuentra aquello que siempre es y que hace que, por tenerlo delante, el dios sea divino. El varón, pues, que haga uso adecuado de tales recordatorios, iniciado en tales ceremonias perfectas, sólo él será perfecto. Apartado, así, de humanos menesteres y volcado a lo divino, es tachado por la gente como de perturbado, sin darse cuenta de que lo que está es «entusiasmado» 67.
»Y aquí es, precisamente, a donde viene a parar todo ese discurso sobre la cuarta forma de locura, aquella que se da cuando alguien contempla la belleza de este mundo, y, recordando la verdadera, le salen alas y, así alado, le entran deseos de alzar el vuelo, y no lográndolo, mira hacia arriba como si fuera un pájaro, olvidado de las de aquí abajo, y dando ocasión a que se le tenga por loco. Así que, de todas las formas de «entusiasmo», es ésta la mejor de las mejores, tanto para el que la tiene, como para el que con ella se comunica; y al partícipe de esta manía 68, al amante de los bellos, se le llama enamorado”.
Ahora bien, el entusiasmo es un estado natural cuya función biológica es informar al cuerpo y a la mente de que se está en la plenitud de las condiciones fisiológicas y anímicas, suficientes y necesarias, para actuar, al mismo tiempo que es también una recompensa placentera, fisiológica y anímica, por el resultado de la acción.
Como experiencia anímica, para los griegos significaba el entrar en contacto y contemplación con lo más sagrado de la intimidad, consigo mismos y con el mundo, es decir, el sentido griego de religión, de Sabiduría, del que nace la filosofía como “deseo de sabiduría”.
Ahora bien, como tal, esa “experiencia de conocimiento y entusiasmo”, era de vital importancia tanto para el individuo como para la comunidad, porque formaba individuos sabios y sanos que pudieran vivir en armonía consigo mismos y aportar su sabiduría a la grandeza de la comunidad.
De ello sí que se podía hablar sin ningún riesgo, como lo demuestran los pocos testimonios que se conservan, una mínima muestra de lo que debió existir desde mucho tiempo antes de los griegos, de aquellos pueblos paleolíticos que se asentaron en las islas del Mar Egeo, cinco o seis mil años antes que los micénicos empezaran a asentarse en Creta, en el siglo XVI a. C. y que, desde allí, llevaran a Eleusis las celebraciones y festividades con las que los minoicos conmemoraban y se regocijaban por el retorno de la vida a su origen y la promesa de su resurrección: La Gran Diosa Madre y el nacimiento de su hijo y esposo. Algo que apenas se está descubriendo.
Los primeros testimonios griegos los dan los poetas: El Himno a Deméter, citado por Homero, y en un poema de Píndaro, pero también los filósofos, tal el caso de Parménides:
"Iniciados en apariciones compactas y simples y sin temblor y bienaventuradas, admitidos en la contemplación de un fulgor sin mácula" (Parménides).
Luego lo harían Platón y Aristóteles y también los dramaturgos (ver: Platón eleusino: lectorludi.blgospot.com), para sólo mencionar una breve muestra.
Como ya lo sugirió Giorgio Colli, Platón fue mucho más allá de la prohibición pero sin violarla:
"Colli sugiere también la hipótesis de que la teoría de las ideas de Platón fuera un intento por parte del autor de divulgación de los misterios eleusinos. Ello vendría demostrado en diversos pasajes: así, en 3 [A10], donde el conocimiento de la idea de lo bello se asimila al evento eleusino, y también en 3 [A12] y en 3 [A15]" (Estos pasajes en Giorgio Colli, La sabiduría griega, I, Trotta, Madrid, 2008).
(...)
En general se supone que Platón consideraba el supremo conocimiento filosófico como restauración de la antigua visión eleusina" (Narcis Aragay Tusell, Origen y decadencia del logos. Giorgio Colli y la afirmación del pensamiento trágico, Anthropos, Barcelona, 1993, pp. 129-130).
Como puedes ver, el gran misterio de “la mística” es un invento judeo-cristiano con el que se estigmatiza a aquel “entusiasmo” griego, convirtiéndolo en éxtasis, embriaguez, locura, etc., y así prohibirlo como algo peligroso para la preservación de la uniformidad de las creencias, las que se verían subvertidas por aquella “experiencia” individual de lo sagrado o lo divino.
Para ello, las autoridades cristianas tenían las más poderosas razones, porque, al fin y al cabo, el mito teogónico que subyace en el cristianismo y del que depende desde su propio origen, es el mito paleolítico de La Gran Diosa Madre y el nacimiento y muerte de su hijo y esposo, mucho más antiguo que el mito de los propios griegos y el que ellos, como otras culturas, también ya habían reinterpretado, pero sin llegar a desprenderlo de su núcleo primordial: la celebración festiva y regocijada o si se quiere, eufórica y frenética, de la vida y de la resurrección, el ciclo eterno de la vida. Para ellos, la muerte era sólo una transición, un viaje al submundo, al mundo subterráneo, para renacer de nuevo, tal y como lo hace todo sobre la tierra, así se originan los ritos funerarios, la Ley de las Trasformaciones y “el espíritu de la tierra”, en otras palabras, lo maravilloso de la vida, bios y zoe. Eso significaba Dionisios, nunca los macabros cultos y ritos cristianos de terror a la muerte.
Antes que los griegos, las culturas de Asia, tanto lejanas como cercanas al Mediterráneo oriental, así como la egipcia, trataron de trasformar e invertir el mito matricial de La Gran Diosa Madre, con el fin someterla al dominio del Gran Dios Padre. Será en la reintepretación de ese mito de la que los griegos desarrollarán el más complejo de sus mitos, el de Dionisios, el dios del entusiasmo, de la vida, de la muerte y de la resurrección, en el que se inspirarán los fundadores del cristianismo: Cristo, el dios del pan y el vino.
Algo de esto se puede entender si se analizan las múltiples trasposiciones cristianas del mito de Dionisios y se establecen las evidentes y debidas correspondencias, conexiones y relaciones, con el núcleo del mito primordial.
Además, al hacer ese análisis, será posible entender también por qué, y por más que lo han intentado a sangre y fuego, ha sido imposible erradicar de la conciencia humana el sentido del origen y de la pertenencia “al espíritu de la tierra”, tan preciado para Spinoza y Nietzsche. Es asombroso como Nietzsche en su colapso mental se mitifica así mismo como Dionisios y como “El Crucificado”.
Es mucho más lo que te podría decir, pero mejor dejo que realices tu propio análisis y disfrutes el placer de esa exploración.
Por mi parte, me restaría mostrar algo de cómo el cristianismo, que en un principio fue tolerante con las expresiones místicas, pues, al fin y al cabo, en los Evangelios tales expresiones se contaron y describieron de manera natural, así como también se acepta como fundadora la “experiencia” de Pablo y se acepta como canónico el Apocalipsis de Juan, muy pronto las autoridades cristianas se manifestaron precavidas y pasaron a reprimirlas de manera violenta.
Probablemente, fueron las exageradas manifestaciones místicas de algunos de los primeros grupos de cristianos que desearon experimentar una relación más directa con Cristo, provocando con ello desviaciones del dogma, el culto y los ritos establecidos que desembocaban en las herejías que desde entonces el poder del Vaticano ha perseguido y reprimido a sangre y fuego.
Para explicar esto es necesario entender que “la experiencia” mística, eleusina y dionisiaca, es una expresión entusiasta y regocijada, eufórica y frenética, no exenta de dolor y sufrimiento, por la vida (bios y zoe) en el aquí y ahora, un placer terrenal en tiempo real. Una bella, justa y placentera vida en el mundo, es la preparación para un grato viaje al mundo de los muertos y la garantía de una mejor resurrección, tal y como lo enseña el Sócrates de Fedón.
Por el contrario, es el placer terrenal lo primero que Pablo erradica de la vida del cristiano y lo que le ofrece a cambio es un placer que se ganará con dolor y sufrimiento, que será “una gracia” de la “redención”, pero que sólo se obtendrá en “la otra vida”, esa supuesta “otra vida” que vendrá después de la muerte sin retorno, en la que “los buenos” resucitarán en la gloria de Cristo y “los malos” irán a los tormentos del infierno.
Como puedes ver, es a la conexión con el placer carnal -toda experiencia mística, en el sentido eleusino y dionisiaco, es una experiencia erótica y dionisiaca-, a la que el cristianismo persigue y se propone erradicar por todos los medios con su aparato de poder intelectual, político y militar.
Y en cierta forma, casi lo logra. Por siglos, las generaciones, las civilizaciones y las culturas cristianizadas, han repudiado el placer como expresión natural de la vida y con ello han alienado y enajenado la manifestación “del espíritu de la tierra” y condenado a los hombres a la más profunda tristeza, debilidad, miedo, angustia, extrañamiento; humanidad sin espíritu, sin aliento vital, muertos en vida; humanos perversos con una macabra atracción por la muerte y la carroña que ella produce.
Esa es la guerra que se libra desde entonces. Guerra de engaños, mentiras y placebos, de liberaciones aparentes con las que se somete y domina.
En fin y antes que se desborde el moralista que detesto en mí, retorno a mi estado de entusiasmo eleusino y dionisiaco y te convido a que lo compartas conmigo.


"Que sigas bien"
Iván Rodrigo García Palacios.


65 Cf. Luis GIL, «Notas al Fedro», Emerita XXV (1956), 311-330, y DE VRIES, A commentary..., págs. 145-146. Puede interpretarse de diversas maneras la expresión katà eîdos legómenon; el sentido parece ser: «lo que se concentra o recoge en la idea», o también «conviene que el hombre escuche lo que la idea le habla».
66 Sobre el sentido de la andmnēsis puede verse, P. NATORP, Platos Ideenlehre. Eine Einführung in den Idealismus, Darmstadt, 19613, páginas 69-70, y E. LLEDÓ, La memoria del Logos, Madrid, 1984, páginas 119-139.
67 El verbo enthousiázō, significa, como es sabido, «estar en lo divino», «estar poseído por alguna divinidad». Conservo la traducción de «entusiasmo», por recoger parte del olvidado origen semántico de la palabra, cuya inmediata etimología es, precisamente, ese término griego.
68 manía significa algo así como «locura», «delirio»; pero conservo también, en algunos casos y por la misma razón que en n. ant., la traducción de «manía».

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